25 septiembre 2010

Frutos de seis patas

Al entrar el otoño, millares de pajarillos cruzan por el matorral mediterráneo en busca de tierras menos frías, y en su camino ya vimos cómo picotean y tragan infinidad de frutos que los arbustos del monte producen por estas fechas. Estos frutos han evolucionado para ser comidos, para que así los pájaros, al expulsar la semilla en sus excrementos, dispersen a la futura planta, alejándola así de las raíces y el sombraje de su planta progenitora, que podrían perjudicar su crecimiento. Por eso los frutos del espino albar (imagen de fondo), del jazmín, del torvisco, del espino negro, de la esparraguera y de tantos otros matorrales son fáciles de ver para los pájaros, son vistosos, de llamativo rojo o negro, jugosos, apetecibles, diseñados por la evolución para tentar el apetito de quienes en breve habrán de afrontar los rigores del invierno con buenas reservas de energía.

Pero los frutos se enfrentan con un problema: si son demasiado apetitosos, demasiado fáciles de digerir, entonces los microbios que siempre hay por la superficie de las plantas seguramente los consumirían antes incluso de que tuvieran opción de consumar su destino siendo comidos por un pájaro, o quizás los comerían otros animales que no los dispersarían. Quizá es para evitar esto por lo que muchos frutillos, como los del torvisco, se protegen fabricando sustancias tóxicas, venenos que sus aliados alados pueden detoxificar sin problemas. Por esto, no sería raro que los pajarillos que ahora engullen frutos sin cesar fuesen especialmente resistentes frente a las toxinas de todo tipo, incluidas... las de los insectos venenosos. Estos insectos, como el chinche de campo Eurydema ornata (dibujo), resultan muy llamativos por sus vivos colores, que como un semáforo están señalando a las aves insectívoras que no son plato de gusto, que si los comen pueden tener serias indigestiones. Todavía quedan entre las hierbas altas muchos de estos chinches de campo y otros insectos del estilo, de los que avisan con sus colores (aposematismo). Y sin duda ese color, que pretende ser una advertencia, es para los pajarillos frugívoros un anuncio, acostumbrados como están a comer frutos rojos, negros... ¿Qué pueden perder estas aves si comen alguno de estos "frutos de seis patas"? Siendo como son, inusualmente resistentes a las toxinas, por su dieta de frutos, no es extraño que pájaros como la curruca capirotada (en el dibujo, un macho) coman muchos más insectos tóxicos, aposemáticos, que los pájaros menos frugívoros, como el carbonero.

Así, por una curiosa casualidad de la evolución, la presencia en la Región Mediterránea de arbustos de fruto carnoso, herederos de antiguos linajes tropicales, supone una amenaza para los insectos aposemáticos, un riesgo que se materializa en el acto de predación por parte de las pequeñas aves frugívoras. Sin embargo, es la savia de estas mismas plantas la que puede alimentar a estos insectos, como Eurydema, lo cual convierte a los arbustos en máximos benefactores para los pájaros: no sólo les dan refugio, y frutos, sino también calorías en forma de insectos... aunque éstos sean venenosos, lo que al parecer no importa mucho a nuestra ahora casi ubicua curruca capirotada.

Esta refrescante idea sobre la ecología evolutiva de plantas, aves e insectos mediterráneos se le ocurrió hace ya tiempo a Carlos M. Herrera, autor del último artículo enlazado en el post, en el cual se basa toda esta historia.

18 septiembre 2010

Náufragos y refugiados

Otro año más llegó la gota fría, esa época de tormentas nacida del brusco encuentro entre el aire frío del Norte y el cálido remanente del verano mediterráneo. Y aunque estas lluvias pueden ser catastróficas, lo cierto es que cada otoño cargan estas tierras de futuro para numerosas especies. En nuestro ecosistema, ahora mismo, mientras las gotas impactan contra el suelo reseco, se despierta de su letargo estival lo que yo llamo la fauna de las tempestades: el milpiés Ommatoiulus, las cochinillas de la humedad Porcellio, y los colémbolos, Dilta, los arqueognatos, los verdes sapos corredores y los pardos sapos comunes (dibujo), entre otros. Animales que son como náufragos pero al revés, porque logran sobrevivir al verano en refugios húmedos, eludiendo la sequía, o para ellos la muerte, siempre entre las rocas, en la hojarasca umbría, a veces verdaderamente enterrados en vida para poder mantenerse con ella.

Y cuando contemplamos cómo estos animales encajan en el árbol de la vida de la evolución, un hecho insólito se nos revela: que entre la fauna de las tempestades hay muchos de los linajes más primitivos de animales terrestres. Así, colémbolos, Dilta y arqueognatos se cuentan entre lo que llamaríamos los insectos más antiguos del planeta, los más cercanos a los crustáceos de agua dulce de los que descendió la estirpe de los insectos. También los miriápodos resultan antiquísimos, y los sapos nos recuerdan que fueron los anfibios los primeros vertebrados en salir del agua. ¿Por qué estos pioneros de la tierra firme dependen de la humedad para vivir? Simplemente porque la evolución sucede por pasos graduales: los primeros animales terrestres descendían de animales acuáticos, por lo cual se parecían a ellos y todavía necesitaban permanecer cerca del agua. Recién emancipados del líquido elemento, incapaces de sobrevivir en plena aridez, requerían mucha humedad para vivir. Más tarde, sus descendientes, erguidos a hombros de estos gigantes colonizadores, desarrollaron adaptaciones que ya sí les permitieron tolerar un entorno seco, y así se rompió el estrecho lazo con la humedad; eran los reptiles y la mayoría de los insectos. Y aún hoy, millones de años después, la fauna de las tempestades en nuestro pequeño y seco monte mediterráneo es como el recuerdo lejano de aquella época remota en que la biosfera producía los primeros animales terrestres. Porque, como nuestra propia memoria, como las ciudades o la sociedad, los ecosistemas están hechos de piezas de distintas edades, especies que son el testimonio viviente del largo y azaroso camino de la evolución en este planeta.

06 septiembre 2010

El viejo muro

El viejo muro se alza frente a las encinas como si fuera una excrecencia natural del paisaje. Para los animales más pequeños, esta robusta tapia es como un gran acantilado, como una extraña ciudad vertical de ruinas de roca y barro que oculta habitantes insólitos. Junto a las destartaladas telas de la araña zanquilarga Holocnemus se abren en las grietas los embudos de seda de las arañas Segestria, orlados de los restos exangües de sus presas (hormigas, avispas, mantis-perla...), como una siniestra advertencia que sus futuras víctimas nunca podrán comprender. Cerca de allí aparecen decenas de tallitos huecos adheridos a la pared; son los nidos de las diminutas abejas metálicas Ceratina. Los parasitan algunas avispas delgadísimas que cruzarán una y mil veces junto a los avisperos de papel de las Polistes, o ante los nidos de cemento natural de las abejas albañil.

De trecho en trecho, una jarrita de barro atestigua que aquí hay avispas alfareras. La más corriente es la menor, la pequeña Eumenes coarctatus, que construye su cántaro a base de pellas de barro humedecido por las tormentas, y más tarde aprovisiona la vasija con pequeñas orugas paralizadas, que servirán de alimento vivo a su voraz larva cuando el nido ya esté sellado. Lo mismo hace la mayor de nuestras alfareras, la avispa Delta unguiculata (dibujo), que caza las mayores orugas entre la hierba medio seca que aún verdea en las umbrías. Si nos fijamos, notaremos algo curioso: los nidos de avispas alfareras están situados siempre en la cara Este del muro, mientras que las abejas albañil los ubican por ambas caras. ¿Por qué esta asimetría? Podemos averiguar la respuesta con un nido viejo de avispa alfarera: unas gotas de agua bastan para empezar a deshacer la estructura, que sólo es barro seco, mientras que un nido de abeja albañil es de barro cementado con la saliva del propio insecto y resiste perfectamente las inclemencias de la lluvia. Dado que aquí las lluvias entran casi siempre desde el Oeste, las avispas alfareras evitan sabiamente la ruina de sus nidos rehuyendo este lado. No sólo son consumadas maestras de la artesanía del barro, sino que tienen un conocimiento innato de dónde deben construir sus obras, como ya notó Fabre hace más de un siglo.

Con toda esta fauna, en estos días de fin de verano los viejos muros pasan a ser auténticos focos de biodiversidad de invertebrados en el monte mediterráneo. Además, al dar cobijo a muchos pequeños predadores, como las arañas y avispas, los muros abandonados ayudan a controlar posibles plagas de orugas y otros insectos. Ante tanto valor ecológico, ¿qué acierto hay en eliminar estos silenciosos testigos de la cultura rural?