28 diciembre 2011

Del mundo... a un monte mediterráneo

Alcaudón real meridional (Lanius meridionalis) sobre el mapa de regiones biogeográficas de Wallace (1876). Pinchar para ampliar.
Si hay suerte, cada año podremos ver unas 60 especies de aves en nuestro ecosistema. ¿De dónde han surgido? Ninguna de ellas parece haberse originado aquí, en La Mancha. Debieron de separarse de sus especies antecesoras a cientos, a miles de kilómetros, y desde esa lejanía se dispersaron como nuevas especies hasta alcanzar el pequeño matorral que nos ocupa en este blog. De modo que las piezas (especies) que componen el puzzle de la biodiversidad no sólo se han formado en distintas etapas de la historia de la vida, sino también en diferentes lugares del mundo. Así, la biodiversidad es como un puzzle en el tiempo y en el espacio. ¿Y qué porciones del mundo ocupan las piezas del puzzle de nuestro monte? Fijémonos en un caso sencillo, el de los 42 géneros de aves habituales en el paraje.

Según la distribución mundial de los animales, el naturalista Alfred Russel Wallace dividió el planeta en siete grandes regiones biogeográficas aún vigentes: Paleártico (las tierras templadas y frías del Viejo Mundo), Neártico (Norteamérica), Afrotropical (África y Madagascar, excluyendo el Magreb), Neotropical (Centroamérica y Sudamérica), Oriental (Asia tropical), Australasia (Oceanía y parte de Indonesia) y Antártica. Nuestro ecosistema es un punto diminuto hacia el sudoeste del Paleártico, pero la mayoría de sus especies se distribuyen también por otras regiones. Como es de esperar, ningún género de las aves de nuestro matorral vive en la Antártida, pero hay siete géneros repartidos por las restantes seis regiones del mundo. A estos géneros casi cosmopolitas pertenecen el aguilucho pálido (Circus), el gavilán (Accipiter), el cernícalo vulgar (Falco), la lechuza (Tyto), el chotacabras pardo (Caprimulgus), la golondrina común (Hirundo) y el mirlo y el zorzal común (Turdus). El contrapunto de estos géneros son los restringidos a una región, dos géneros endémicos del Paleártico: la avutarda (Otis) y el sisón (Tetrax), si bien los géneros del petirrojo (Erithacus), del pinzón vulgar (Fringilla) y del triguero (Miliaria) prácticamente pueden considerarse endémicos, ya que apenas salen del Paleártico.

Entre estos extremos están la mayoría de los géneros de aves del paraje, que suelen ocupar unas tres regiones biogeográficas. Con Norteamérica tenemos en común nada menos que 16 géneros, incluyendo el reyezuelo listado (Regulus). Con Oceanía, 13 géneros, por ejemplo, el del alcaraván (Burhinus), los mismos que con los trópicos americanos, donde hay parientes del jilguero (Carduelis). Pero se llevan la palma los trópicos del Viejo Mundo, con los que compartimos nada menos que 37 géneros (34 con la región Afrotropical y 32 con la Oriental). Estos géneros suelen tener muchas especies tropicales, pocas en la zona templada y muy pocas en las tierras frías, lo cual ejemplifica uno de los grandes patrones de la biodiversidad mundial: la riqueza de especies suele aumentar desde los polos hacia el ecuador. Es el llamado gradiente latitudinal de biodiversidad, uno de los temas que han hecho correr más ríos de tinta desde los comienzos de la ecología hasta hoy. ¿A qué puede deberse esta exuberancia de la vida en los trópicos? Hagan sus sugerencias, mientras se fragua otra entrada sobre el asunto...

Datos sobre las regiones biogeográficas que habita cada género de aves tomados de guías de campo, de Wikipedia y de otras páginas web.

18 diciembre 2011

Un habitante de las espinas

Al amanecer, las primeras heladas construyen sobre el suelo los diminutos paisajes de cristales y agujas que llamamos escarcha. El hielo, ese mineral efímero, va apareciendo como de la nada, extendiendo sobre las hojas de hierba una arquitectura como de laberintos cristalinos que se derriten con el calor de mi mano sosteniendo la lupa. ¿Qué más puedo observar? Algo nuevo y extraño que descubro, algo como una bola de apenas 3 mm de anchura, cubierta de pelo blanco e incrustada en la espina de una aliaga. ¿Será acaso un hongo? No lo parece, a través de la lupa no se ven esporangios... Entonces caigo en la cuenta y abro la bola por la mitad: está hecha de tejido verde de la aliaga, y en el centro, en un hueco minúsculo que la lupa apenas alcanza a resolver, habita un inquilino diminuto y rojizo.

Estos tumores con inquilino, las agallas, son frecuentes en los robles, las encinas y muchas otras plantas, a las que incluso llegan a dar nombre, en el caso de la cornicabra. Normalmente las agallas son producidas por insectos, y otras veces por nemátodos o ácaros. Cuando un insecto pone un huevo en el tejido vegetal, la planta reacciona ante las señales químicas del huevo haciendo crecer un tumor que lo encierra. Del huevo así encapsulado nace una larva que se alimenta del interior de la agalla, hasta completar su desarrollo y salir al exterior como insecto adulto, practicando un agujero de escape. Esta manera de vivir es típica de ciertas avispillas (sobre todo cinípidos y avispas portasierra), mosquitos y pulgones. En el caso que nos ocupa, el inquilino de la agalla podría ser la larva de un mosquito, Dasineura scorpii, pero hay más opciones, no sólo porque sabemos poco sobre los insectos agallígenos que ya conocemos, sino también porque en nuestros matorrales hay una increíble cantidad de especies de estos seres, una diversidad en gran parte todavía desconocida. De hecho, los insectos formadores de agallas suelen ser más variados y abundantes en la vegetación esclerófila (de hojas duras) y en climas más bien secos, justo lo que predomina en la cuenca mediterránea. ¿A qué puede deberse el vínculo entre estas condiciones y las agallas?

La explicación más plausible la dieron Fernandes y Price (ver este trabajo suyo también): en la vegetación de clima más bien húmedo, los hongos consumen a menudo a las larvas de dentro de las agallas, y por algún motivo los insectos parasitoides las atacan con más frecuencia. Estos insectos, de una vasta variedad, normalmente son avispillas (calcídidos) que inoculan huevos en las agallas, devorando sus larvas a las del inquilino original. Todos estos enemigos disminuyen su actuación en las zonas más secas, lo cual resulta lógico para los hongos, que necesitan humedad para digerir su alimento, ¿pero por qué la sequedad reduce también el ataque de los insectos parasitoides? Ni idea; el caso es que ocurre así y eso ayuda a explicar la gran diversidad de insectos formadores de agallas en la región mediterránea, las sabanas, e incluso la bóveda forestal de las selvas tropicales, donde la humedad disminuye y las hojas se tornan más duras, más esclerófilas. En todos estos tipos de vegetación, el mundo de las agallas nos depara historias fascinantes, más propias de la ciencia ficción que de las ciencias naturales, todo un patrimonio evolutivo que merecerá su propia entrada, más adelante...