25 septiembre 2013

Perseguir lo imprevisto


Congelado aún en el final del verano, el incipiente otoño pronto comenzará a ejercer su influjo sobre nuestro ecosistema. Entre el trasiego de pájaros migrando, crecen las bellotas y se activan sus enemigos, los gorgojos-elefante; los romeros inclinan sus hojas tras la sequía estival; maduran los frutos de la esparraguera, y del espino negro, y en un secreto rincón, casi a la umbría de unas encinas, retoma su crecimiento el único labiérnago del paraje, un arbusto semejante a un pequeño y espeso olivo de hojas estrechas, común en los maquis espesos de algunas serranías cercanas. Phillyrea angustifolia, familiar del olivo y endémico del oeste de la cuenca mediterránea, muestra en sus ramas diminutas bolas secas, grisáceas. ¿Serán sus equivalentes a la aceituna? No se trata de frutos, sino de agallas, tumoraciones que crecen a partir de la puesta de huevos de ciertas moscas minúsculas (Schizomyia phillyreae).

Estos insectos ponen huevos en las flores del labiérnago, y eso provoca que el ovario se transforme en una agalla al cabo de 6-8 semanas tras la fecundación de la flor. Dentro de cada agalla, una larva de mosca va desarrollándose muy lentamente, a costa de consumir los tejidos embrionarios del que debería haber sido un fruto de labiérnago. Algunas moscas adultas emergerán de la agalla al año siguiente, pero otras esperan un año, o dos, o incluso tres. Este retraso recuerda a la estrategia de las hierbas anuales que acumulan en el suelo bancos de semillas de germinación retardada. En una entrada anterior vimos cómo estos bancos de semillas actúan como seguro frente a malas primaveras: como todas las semillas de un año no germinan al siguiente, si ese año es malo no se perderán todas, pues algunas tendrán su oportunidad en el próximo año. ¿Acaso sobre las moscas del labiérnago se cierne alguna amenaza imprevisible similar frente a la que intentan asegurarse formando un "banco de agallas"?

La misteriosa "pereza" de estas moscas a la hora de abandonar su agalla podría ser efectivamente una estrategia contra los malos años de flores del labiérnago. Porque el número de flores que produce este arbusto varía mucho de un año a otro, del mismo modo que muchas leñosas mediterráneas varían mucho su cosecha de frutos entre años. El ecólogo Daniel H. Janzen propuso en 1970 que este tipo de variación era una defensa de las plantas ante los animales frugívoros. Es fácil de entender: si un árbol produce cada año una cantidad de frutos más o menos constante, los animales que los coman podrán prosperar hasta eventualmente acabar con toda la producción de frutos, fracasando así la reproducción de la planta. Pero si la cosecha de frutos varía mucho, habrá años en que los animales frugívoros apenas tendrán comida, por lo que sus poblaciones se verán diezmadas. Si al siguiente año la planta da buena cosecha, habrá pocos enemigos para sus semillas, y de este modo tendrá mucho éxito en su reproducción. Esta idea parece respaldada por bastantes evidencias en la naturaleza. ¿Cuál sería su transcripción al sistema labiérnago-mosca?

El labiérnago, al variar de manera más o menos imprevisible su número de flores cada año, está controlando las poblaciones de moscas que podrían acabar con sus flores al convertirlas en agallas. Un mal año de flores supondrá pocas agallas y pocas moscas para el año siguiente. Así, si al cabo de un año el arbusto da muchas flores, éstas no se verán amenazadas por muchas moscas, y podrán dar fruto abundante. Pero las moscas parecen haberse contraadaptado a esta estrategia, y evitan que su reproducción fracase repartiendo en el tiempo su actuación sobre el arbusto. Así, si llega un mal año de flores, todavía quedarán hornadas de agallas con moscas a la espera de un buen año. Al formar su "banco de agallas", estos insectos han encontrado la manera de perseguir lo imprevisto, ese buen año de flores de labiérnago que les permitirá proliferar. Su solución para dar con lo imprevisto ha sido volverse imprevisibles.

23 agosto 2013

Una tarde de agosto

Extractos de mi cuaderno de campo - "el de limpio", el que está escrito días después de cada salida a partir de mis notas rápidas tomadas en el ecosistema:
Moraleja, 24 de agosto de 2008

Nada más llegar, un halcón peregrino sobrevuela la casa a gran altura, y sube y sube hasta perderse en el azul. Hace viento, y mis abejas y avispas no se prodigan, pero veo varias veces a la Sphex… cuya vida, pienso al contemplarla, ya me ha contado Fabre. Recorro unos taludes arenosos junto al viñedo, cerca del campo de cardos cuco, pero no veo ninguna avispa zapadora. En el monte encuentro dos lagartijas colilargas jóvenes, muy pequeñas (unos 7 cm); bajo una piedra en el erial de las tarántulas un ácaro trombídido caminaba tanteando con las patas delanteras torpemente.               
Observo el muro de la casa y de la caseta del pozo; solamente hacia el lado Este hay nidos de abeja y avispa. Bajo las tejas, cerca de los peligrosos embudos de seda de las arañas Segestria, una avispa alfarera ha construido sus diminutas bocas de jarrón. En el interior quedan los restos del capullo de seda de la crisálida, y varias patitas negras no comidas por la larva. Parecen de abeja, quizá sean los nidos de Euodynerus dubius.
Bajo el alero del pozo, siempre dando al Este (¿por qué? ¿más calor y menos lluvia?), hay diminutos “churretes” que remedan la concha de un caracol algo desenrollada en vertical y resultan ser nidos tubulares de seda forrados de arcilla y arena; dentro hay restos negros que debo examinar con más detenimiento. Algunos no están abiertos, los conservaré para ver qué sale.
El último tipo de nido es de una abeja carpintera, que ha cortado tallitos de gramínea seca y, tras afianzarlos en vertical sobre la pared blanca de la casa, mediante “seda”, ha puesto un huevo dentro. Encuentro en un tallo grande la cutícula de su crisálida vacía, y en otro está la larva, oronda y blanca; quizás pueda criar unas cuantas para ver de qué especie son. La mejor candidata es la especie de Ceratina azul que aún se ve sobrevolando los cardos cuco.
Todos estos nidos están en vecindad peligrosa, rodeados de guaridas sedosas de Segestria en cuyas bocas de embudo, a modo de advertencias o siniestros trofeos, cuelgan las carcasas de sus presas… moscardas negras, sobre todo, pero en el pozo, bajo las tejas, veo una avispa Sphex. Capaz de matar a un gran grillo, y muerta por una araña. Cerca de la casa, entre las cepas, veo otro enemigo suyo, la hormiga aterciopelada del género Dasylabris que ya encontré en los taludes arenosos que exploré la semana pasada.
Sobrevuela el tejado de la casa, como una exhalación, otra Sphex. Uniendo cabos, deben de buscar al ocaso, quizás, a los grillos que habitan bajo las tejas, los Thyreonotus corsicus. Todo esto, Moraleja, empieza a cobrar verdadero sentido.
Al anochecer, sorprendentemente, ¡cantan muchísimos grillos! ¿Serán los adultos que nacieron esta primavera? En julio apenas se oía grillo alguno. Ya ni una cigarra, todo cambia en pocas semanas.
Junto a La Calera, un alcaudón común muerto, atropellado; dos avispas polistes lo sobrevuelan. Vi varios hoy, y perdices, gangas y urracas, junto a la casa. Volviendo a La Solana desde Alhambra, anocheciendo, dos avutardas me sobrevuelan.

17 julio 2013

Huida (evolutiva) del verano mediterráneo

Lobito meridional (Pyronia cecilia), una de las dos especies de lobitos del ecosistema, donde coexiste con el lobito listado (Pyronia bathseba).
En la hora azul del amanecer, la cháchara de las currucas se mezcla con la llamada lejana de las gangas mientras el termómetro casi roza los 20º C. Pronto asoma el sol incendiando de luz dorada los eriales secos, y entonces la temperatura asciende rápidamente. Hacia los 25º C, el estridente chirrido de las cigarras toma el relevo a los reclamos de las aves. Comienza el turno de los insectos: las avispas Prionyx buscan saltamontes, las hormigas león se desperezan en los tallos quebradizos, y las mariposas pardas revolotean a la umbría de las encinas para luego libar de las escasas flores que apenas ofrece el pasto agostado.
 
Nunca deja de sorprenderme cómo toda esta fauna diminuta logra soportar la durísima prueba de la sequía del verano mediterráneo. Apenas sabemos cómo lo consiguen. Fijémonos en las flores de un cardo corredor, donde en nuestro ecosistema ahora sorbe néctar una mariposa parda exclusiva de la región, el lobito listado (Pyronia bathseba). Esta discreta mariposa se aproxima ya al final de su vida de adulto, que abarca de abril a julio. En cambio su pariente, el lobito agreste (Pyronia tithonus), que se distribuye ampliamente por Europa, emerge como adulto al comenzar el verano. Este caso representa la norma entre las mariposas mediterráneas que tienen pocas generaciones al año: las especies endémicas suelen hacerse adultas en primavera, unos cuantos meses antes que las especies de amplia distribución, mucho más veraniegas. Parece como si las mariposas genuinamente mediterráneas estuvieran evitando salir de la crisálida en los meses de verano… Cuando encontré este patrón, pensé si no debería de ser al revés. Es decir, ¿por qué las mariposas más mediterráneas huyen precisamente de lo más característico del clima mediterráneo, la sequía estival? ¿No deberían estar adaptadas a dicha sequía? Confunde pensar en términos de mariposas, pero la historia cambia desde el punto de vista de… las orugas.
 
Las mariposas, al adelantar su ciclo vital unos meses, logran que sus orugas ya crecidas no tengan que enfrentarse a la sequía del principio del verano mediterráneo. La oruga se alimenta en primavera y antes de los grandes calores se ha transformado en adulto. Esta precocidad sólo puede aportarle ventajas, pues la oruga es la fase más vulnerable de estos insectos. Una oruga tiene piel tierna que se deshidrata al sol fácilmente, y si su planta nutricia se va secando puede morir o no completar bien su desarrollo. Así pues, el adelanto de la época de adulto parece ser para las mariposas mediterráneas una adaptación que ayuda a evitar los rigores del verano. ¿Pero por qué este adelanto sólo se da en las mariposas endémicas, y no en las de amplia distribución? Seguramente porque las mariposas endémicas, al estar confinadas bajo nuestro clima, pueden evolucionar sin el estorbo constante que supondría para ellas el reproducirse con mariposas procedentes de otras regiones climáticas, mariposas que aportarían a la especie genes adaptados a otros climas, dificultando así la adaptación al clima mediterráneo. En definitiva, a través de este caso aprendí que los endemismos no sólo son valiosos por ser irrepetibles y exclusivos, sino como ejemplos vivientes de la evolución en nuestro entorno más cercano.
 
Basado en un artículo que publiqué en la revista Bulletin of Insectology.

24 junio 2013

El grillo manchego

A lo largo de las páginas de este cuaderno de campo hemos descubierto que muchos habitantes de nuestro ecosistema son endemismos, especies exclusivas de la región mediterránea o de la Península Ibérica. ¿Cuál de ellos es el más único, el más raro a escala mundial, es decir, cuál de las más de 1.000 especies que pueblan estas 25 hectáreas de monte tiene un área de distribución más diminuta? Lo desconozco, porque ignoro la distribución de muchos pequeños invertebrados a los que sólo he podido identificar al nivel de familia o género. De las especies cuyo nombre sí he podido averiguar con certeza, la más exclusiva de la zona parece ser un insecto prácticamente desconocido, una chicharra alicorta semejante a un grillo grande y orondo. Este insecto fue bautizado como Pycnogaster graellsii por Bolívar en 1873, tras descubrirlo cerca de Manzanares, localidad próxima a nuestro monte. Desde entonces, la especie sólo ha sido encontrada en un puñado de localidades, la mayoría de ellas dentro de La Mancha y algunas en torno a esta meseta semiárida. Por eso a menudo llamo a este insecto “el grillo manchego”.
 
Cuando la hierba se agosta y las primeras cigarras del año resuenan bajo el calor de los días cercanos al solsticio de verano, cuando declina la primavera dando paso a la sequía estival, sólo entonces, durante una o dos semanas, cantan estos robustos grillos. Estridulan, frotan sus alas diminutas, lanzan al aire un chirrido suave, agudo y sostenido. A los machos les gusta cantar subidos a una aliaga, o a un tallo de mies a punto de ser segado, o entre el frescor de unas hojas de viña. Las hembras se distinguen claramente porque llevan al final del abdomen una imponente “espada”, su ovipositor. La primera “grilla manchega” que encontré estaba en una aliaga sujetando con las patas una masa gelatinosa y blanquecina. Era el regalo que le había dado algún macho: un espermatóforo, una bola blanda que contiene espermatozoides y que la hembra terminaría comiéndose, según las costumbres reproductoras en este grupo de insectos. Ignoramos cuál es la dieta habitual de estos Pycnogaster, pero se sabe que comen brotes vegetales y que pueden incluso devorarse unos a otros en cautividad. Quizás en la naturaleza actúan como depredadores de otras chicharras, grillos y saltamontes; esto es común en los grillos de matorral.
Resulta más o menos fácil acercarse a un grillo manchego mientras canta… hasta unos cuantos metros. Si queremos aproximarnos más, al menor ruido que hagamos dejará de cantar. Entonces tendremos que esperar unos minutos hasta que reanude su canción, y así, con paciencia y sigilo, lograremos tal vez acercarnos hasta que pensemos tenerlo a un paso. Entonces comprobaremos de primera mano la eficacia de su camuflaje, pues su librea verdosa, abigarrada de pardo y de oscuro, lo hace virtualmente invisible entre la vegetación. Si finalmente conseguimos verlo, la forma del escudo que hay tras su cabeza (pronoto), con lóbulos laterales redondeados y sin escotaduras (ver fotografía), nos revelará que pertenece a la especie Pycnogaster graellsii. Este y otros rasgos lo diferencian de las demás especies de Pycnogaster de la fauna ibérica, dentro de la cual nuestro grillo manchego es sólo un ejemplo más de los numerosísimos endemismos de chicharras alicortas, muchas de ellas del género Ephippiger, Steropleurus, Uromenus… Da la sensación de que este tipo de insecto, estos grandes grillos incapaces de volar, fuesen especialmente propensos a originar endemismos. Esta sospecha está plenamente justificada por lo que sabemos acerca del origen de las especies (especiación). Normalmente, el ingrediente clave en la especiación es el aislamiento geográfico: unos cuantos individuos de una especie se quedan aislados en una isla, o tras una cordillera, o en una península, y de este modo quedan apartados del resto de su especie, por lo que evolucionarán independientemente hasta que lleguen a diferenciarse tanto que pasen a ser una nueva especie. Las chicharras alicortas deben de quedarse aisladas geográficamente con mucha facilidad, pues se trata de insectos pesados, lentos y no voladores, y por tanto incapaces de viajar grandes distancias. Esto las convierte en un linaje perfecto para originar especies endémicas, incluso endemismos tan localizados como nuestro grillo manchego.
Basado en la información sobre la especie proporcionada en los enlaces que figuran en el texto y en Bolívar (1876) Sinopsis de los Ortópteros de España y Portugal. Madrid, Imprenta de T. Fortanet.

13 mayo 2013

Nuevos tiempos, viejas soluciones


Avanza mayo y la normalidad climática parece haber regresado al calendario natural de nuestro ecosistema. Pasadas ya las orquídeas abeja, florecen los gladiolos, las Bartsia trixago reemplazan a las algarabías pegajosas como plantas-vampiro, el tiempo de los ranúnculos cede el turno al de los Leontodon, y a ras de suelo se alzan ya las primeras flores de las jarillas. En la imagen tenemos a la más común, Helianthemum apenninum, un endemismo de la cuenca mediterránea, como tantas otras plantas que representan lo más exclusivo del tesoro de la biodiversidad en esta región. Los heliantemos, parientes cercanos de las jaras, son con ellas el resultado de una misma historia evolutiva, testimonios vivientes de cambios ambientales que han ejercido su poderosa influencia sobre la vida a escala planetaria.

Desde un remoto pasado de clima subtropical y vegetación selvática, en los últimos 15 millones de años la zona mediterránea ha visto deteriorarse el clima, cada vez más fresco en invierno y más seco, sobre todo en verano. Con el clima fue cambiando drásticamente el paisaje viviente, y donde antes hubo bosques con laureles, árboles de la canela, palmeras, ginkgos y magnolias, ahora hay matorrales y pastos con plantas como la jarilla. No obstante, en el nuevo clima han logrado prosperar un puñado de descendientes que parecen sacados del mundo antiguo: la encina, el olivo, el lentisco, el madroño... leñosas que conservan rasgos típicos de la flora tropical. Entre estos vestigios es común la presencia de frutos carnosos, apetitosos para los pájaros, que al comerlos digieren la parte blanda y descartan a través de los excrementos la semilla. De este modo, la semilla se dispersa gracias a los vertebrados, en lo que constituye la dispersión por endozoocoria. Pero este mecanismo apenas se da en las plantas de linaje más reciente, las que han surgido adaptándose al clima de los últimos millones de años. Por ejemplo, ni jaras ni heliantemos tienen frutos carnosos. Y aun así, los vertebrados pueden prestarles ayuda para dispersar sus semillas. ¿Cómo puede ser, si los frutos secos de los heliantemos carecen de pulpa sabrosa para tentar a los pájaros?

La clave de este asunto no está en las aves, sino en los herbívoros del pasto, que al comer hierba se tragan también los frutos de los heliantemos. No es de extrañar, por tanto, que sus semillas germinen incluso después de pasar por el tubo digestivo de una oveja. De este modo emplean al herbívoro como taxi para dispersarse, pero además en los excrementos encuentran minerales valiosísimos para sobrellevar el suelo pobre y pedregoso propio de los matorrales. Ante estas ventajas, realmente una semilla de heliantemo debería de germinar preferentemente después de ser engullida por un herbívoro. Y eso parece que es justamente lo que ocurre, no sólo con nuestra jarilla, Helianthemum apenninum, sino con otras plantas de su familia, las Cistáceas.

Son nuevos tiempos y nuevos climas para la vieja cuenca mediterránea, pero las antiguas soluciones de las plantas siguen funcionando, eso sí, convenientemente traducidas al moderno entramado de relaciones ecológicas. A estas viejas soluciones remozadas hay que sumar algunas nuevas, como la que encontramos en las propias jaras (Cistus), adaptadas a los frecuentes fuegos del verano mediterráneo hasta tal punto que sus semillas germinan masivamente después de un incendio. Por todas estas adaptaciones, jaras y jarillas, las Cistáceas, ejemplifican como pocas estirpes de plantas el devenir de la naturaleza en la región. Y lo curioso es que ambas estrategias (dispersarse mediante herbívoros y germinar tras los incendios) se basan en un mismo cambio: una envoltura más gruesa recubriendo la semilla.

La imagen muestra un Helianthemum apenninum apenninum, de acuerdo con las claves de la Flora de Andalucía Oriental (pdf).

23 abril 2013

Parecidos razonables (II)


Al sudeste del Cabo de Buena Esperanza se alzan las montañas Fernkloof, y en sus rincones húmedos, bajo las estrellas del sur, crecen las hojas viscosas de la que para mi es la planta más increíble que jamás haya evolucionado en una región de clima mediterráneo. Su nombre, Roridula gorgoniasrecuerda el mito griego de Medusa, la más famosa de las Gorgonas, las tres hermanas convertidas por la cólera de Atenea en monstruos cuya mirada petrificaba y cuyos cabellos eran serpientes. Cuando Perseo fue a decapitar a Medusa, la encontró rodeada de estatuas erosionadas de sus víctimas; cuando nos acercamos a la rorídula, hallamos sus hojas tachonadas de restos de insectos, inmóviles como estatuas. Las diminutas víctimas de esta gorgona vegetal han sucumbido adheridas al pegamento de los pelos que la recubren, y lo mismo sucede con la otra rorídula, Roridula dentata, también exclusiva de las montañas mediterráneas de El Cabo en Sudáfrica.
 
Ante esta trampa pegajosa, Darwin se planteó si las rorídulas no serían plantas carnívoras, al estilo de las droseras, pero rechazó esta posibilidad porque, a diferencia de éstas, sus pelos adhesivos no se mueven al contactar con los insectos, ni segregan enzimas digestivas que los disuelvan. ¿Cómo van a digerir entonces a sus cautivos? En 1996 se averiguó la asombrosa respuesta. La clave está en un insecto que es inmune al pegamento de las hojas, una chinche asesina del género Pameridea. Estas chinches viven sobre las rorídulas (Pameridea roridulae en Roridula gorgonias, y P. marlothii en R. dentata), succionando los fluidos de los insectos atrapados. Se ha demostrado que la planta es capaz de absorber las sales de nitrógeno de los excrementos de estas chinches, que de este modo le permiten aprovechar el nitrógeno de sus víctimas. Así, en una simbiosis insólita, las rorídulas usan a las chinches como órgano digestivo para obtener de sus cautivos el nitrógeno adicional que necesitan.
 
A miles de kilómetros de distancia, en nuestro matorral mediterráneo, esta primavera hay en el pasto más algarabías pegajosas que nunca en estos años. Ya vimos en otra entrada anterior cómo estas algarabías, alias Bartsia latifolia, crecen parasitando las raíces de otras hierbas, como vampiros vegetales subterráneos, y comentamos brevemente su capacidad de atrapar insectos en sus pelos de extremos pegajosos. Desde que escribí esa entrada he observado, en cada mes de abril, qué tipo de insectos captura la algarabía y qué es de ellos. En la imagen que encabeza esta entrada podemos ver a la mayor de las víctimas que he encontrado... ¡un mosquito!

Curiosamente, las presas más abundantes han resultado ser unos insectos que podríamos tomar por aliados de la planta. Se trata de las minúsculas avispas que conocemos como Mimáridos, tan diminutas que se desarrollan dentro de huevos de insectos. Al atraparlas, la algarabía está eliminando a seres que consumen huevos de futuras orugas y demás insectos perjudiciales para las hierbas. ¿Qué sentido tiene que la algarabía haga esto? Ni siquiera digiere a estas avispillas, como me reveló un examen al microscopio siguiendo los criterios de Darwin para detectar plantas carnívoras - la gota de pegamento de los pelos pegajosos no se enturbia en absoluto al adherirse a ella uno de estos insectos, ni aun al cabo de unos días. Quizás los insectos pegados simplemente se descomponen sobre la algarabía, de manera que a la siguiente lluvia sus sales minerales son lavadas hacia el suelo, regándola con agua enriquecida en nutrientes... Incluso si estos nutrientes van a parar a hierbas vecinas, la algarabía puede robárselos vampirizando sus raíces. Especulaciones aparte, todavía dudo que esta hierba pueda aprovechar los minerales de los insectos que atrapa, ni si quiera indirectamente como la rorídula. Su gestión del nitrógeno que se le adhiere en forma de insectos parece todavía muy torpe. Pero démosle unos cuantos millones de años, y puede que la evolución nos sorprenda... una vez más.

Ver también Parecidos razonables (I).

21 marzo 2013

Caballo de Troya ultramicroscópico

Nada más salir del huevo, lo primero que hizo fue un agujero a través del cual se adentró en lo que había de ser la flor de un astrágalo. Creció protegida por los tejidos verdes de la planta, devoró los estambres y algunos ovarios del pistilo. Pese a ello, la flor llegó a formar algún fruto, que también fue consumido por el voraz inquilino. Sólo dejó como señal unos cuantos hilos de seda dentro de la valva donde crecía la semilla. Después se comió a otra oruga de su misma especie, y emprendió el traslado a otra flor. Por el camino, en el tallo verde, una avispa del tamaño de una cabeza de alfiler se le subió encima y le clavó su ovipositor, inoculándole huevos. Junto con ellos, la avispa Cotesia le inyectó un arma biológica en forma de virus ultramicroscópicos: bracovirus, uno de los dos tipos de polidnavirus conocidos, el típico de las avispas bracónidas. Los bracovirus bloquearon el sistema inmune de la oruga, impidiendo así que sus defensas atacasen a los huevos que la avispa le había inoculado. También se introdujeron en ciertas células de su víctima, desde las cuales dirigieron algunos cambios en el cuerpo de la oruga, para convertirla en el criadero ideal de las larvas de la avispa.

Ignorante de todo esto, la oruga de mariposa cardenillo continuó su viaje, y al rato se encontró con su escolta. Las hormigas la tocaron, reconociéndola como socia, y ella respondió extendiendo sus tentáculos retráctiles y exudando algunas gotas dulces, con lo cual se ganó definitivamente su protección. Desde entonces ninguna avispa bracónida volvió a acercársele, pero ya era tarde. En su hemolinfa habían eclosionado los huevos de la Cotesia, y pronto las larvas comenzaron a devorarla desde dentro, con total impunidad gracias al bracovirus. En pocos días sólo quedó la piel vacía de la oruga, rodeada de pequeños capullos blancos de seda. De ellos emergieron las nuevas avispas Cotesia, dotadas ya de su arma genética. Porque en sus ovarios, junto a los huevos que habrían de inocular a las orugas, llevaban células nodriza encargadas de fabricar bracovirus. Esas células ensamblan a los virus a partir de las instrucciones de su propio ADN de avispa, hoy como hace unos 70 millones de años, cuando, a finales de la era de los dinosaurios, comenzó la extraña simbiosis entre estos insectos parasitoides y los polidnavirus.

Avispas y virus forman un dúo difícil de evitar incluso para la oruga de la mariposa cardenillo (Tomares ballus), a pesar de que este endemismo del oeste del mediterráneo se desarrolla prácticamente oculto dentro de las flores de ciertas leguminosas (Anthyllis, Astragalus, Lotus…) y de que cuenta con la protección de las hormigas (en este caso, de las Plagiolepis pygmaea). Muchas otras mariposas de su familia, los Licénidos, establecen relaciones con las hormigas. Se sospecha incluso que la mariposa cardenillo pasa la etapa de crisálida dentro de los hormigueros, al estilo de la hormiguera de lunares. Lo cual parece cuadrar con las citas de canibalismo entre las orugas de cardenillo, pues las de la hormiguera de lunares también son carnívoras al final de su etapa larvaria, cuando se alimentan de los huevos y larvas de las hormigas que las cuidan. En nuestro ecosistema, a principios de la primavera, es común ver a los cardenillos revoloteando a nuestro paso, pero en cuanto se posan su librea verdosa los camufla hasta hacerlos virtualmente invisibles entre la hierba.

Ciclo vital de la mariposa cardenillo basado en Jordano, D. et al. (1989) The life-history of Tomares ballus (Fabricius, 1787) (Lepidoptera: Lycaenidae): phenology and host plant use in southern Spain. Journal of Research on the Lepidoptera, 28: 112-122 y en la Guía de las mariposas de España y de Europa (Tolman y Lewington, 2002), de Lynx Edicions.

27 febrero 2013

La enorme minoría

Una Erophila verna en flor perdida en el pastizal.
No podemos bañarnos dos veces en el mismo río, pensó Heráclito de Éfeso, porque ni el río ni nosotros somos los mismos la segunda vez. Al fluir sus aguas, el río cambia sin cesar, y sin embargo nada en él cambia. Lo mismo sucede con el pasto, cada año diferente y a la vez siempre igual a sí mismo. Visto a ras de suelo, cualquier pastizal olvidado del mundo se convierte en una jungla diminuta que es para sus habitantes tan vasta como un océano y tan intrincada como un laberinto. Estos caóticos jardines albergan en cada hectárea a millones de plantas y de seres microscópicos, a millares de invertebrados, a todo un microcosmos de vidas innumerables que interaccionan mutuamente y sin cesar. De esta complejidad gigantesca emergen, sin embargo, reglas sencillas. Podemos comprobar una de ellas trazando en el pasto un cuadrado pequeño (pongamos de 30 cm de lado) y contando cuántas hierbas hay de cada especie. Lo normal será que encontremos pocas especies comunes y muchas especies escasas, representadas por un individuo o dos. Esta regla es prácticamente universal en las comunidades naturales, ya sean pastos o arrecifes, plancton o bosques. ¿A qué puede deberse?
 
Hay muchas posibles explicaciones donde elegir, ya que los ecólogos llevan décadas no sólo interesados, sino a menudo fascinados casi místicamente por la abundancia relativa de las especies. Lo habitual es representar las abundancias en forma de gráfico, con el eje horizontal indicando el número de individuos y el vertical el número de especies. Cuando se cuenta una gran cantidad de ejemplares (por ejemplo, las hierbas de unos metros cuadrados de pasto), entonces la mayoría de las especies resultan ser más bien escasas, sí, pero muy pocas son extraordinariamente raras. Con lo cual el gráfico suele parecerse bastante a esto:
 
Este gráfico representa una pieza clave de la historia de la ecología. Las columnas indican el número de especies en cada categoría de abundancia (número de individuos). Esas categorías siguen una escala de "octavas", es decir, cada una duplica a la anterior, por lo que la escala del eje horizontal es logarítmica en base dos. Las columnas dibujan esa forma de campana tan frecuente en estadística, la distribución normal o gaussiana. Pero al estar sobre un eje logarítmico, se trata de una distribución lognormal. Sobre esa "log-campana", la línea roja representa el número total de individuos, de todas las especies a lo largo de cada categoría de abundancia. Por algún motivo, esta línea de individuos suele alcanzar su máximo en la última categoría, cosa que no tendría por qué ocurrir. Pero ocurre, y eso traba la posición de la línea con la de la campana. Conociendo la una, conocemos la otra. Cuando Preston se percató de ello, en 1962, pensó que campana y línea formaban un canon de proporciones, y llamó a la distribución "lognormal canónica". Desde entonces, la lognormal canónica ha hecho correr ríos de tinta. ¿Es realmente universal? ¿Se ajusta bien a la realidad, o serían mejores otras distribuciones? Aunque algunos han renegado de ella (por motivos muy discutibles), y otras distribuciones vienen y van con la moda (por ejemplo, la multinomial de suma cero), el caso es que la lognormal canónica ha aguantado el tipo bastante bien como aproximación general. ¿A qué se debe esta robustez?
 
Lo intrigante no es la curva acampanada, ya que las distribuciones normales y lognormales aparecen por doquier en la naturaleza. Por ejemplo, para que surja una lognormal basta con que la abundancia de cada especie dependa de numerosos factores, cuyo efecto sea multiplicativo y que varíen al azar. Es decir, imaginemos que en nuestro cuadro de pasto la abundancia de una especie cualquiera dependa de su tolerancia al frío, al calor, a la humedad y a la escasez de nutrientes del suelo. Doble de tolerancia al frío, doble de abundancia, y así sucesivamente. Sería de esperar que cada especie variase un poco en estos requisitos. Estas premisas tan razonables bastarían para tener una distribución lognormal de abundancias en cualquier punto del pasto. Por tanto, lo extraño no es la "log-campana", sino que sea canónica. Esta peculiaridad significa que hay alguna condición más se nos escapa. ¿Qué puede ser? Apenas se ha investigado sobre ello. La única posible explicación que conozco es la de Georges Sugihara, quien propuso en 1980 que el carácter canónico resultaría del siguiente mecanismo, que aquí expongo simplificadamente. Partamos de un cubo cuyo volumen representa el total de individuos que puede contener la comunidad. Las especies se repartirán la abundancia una tras otra, de este modo: la primera especie recibirá una porción al azar del cubo, y esa será su abundancia; la siguiente especie recibirá una porción de lo que quede, al azar, y así sucesivamente. Este división secuencial de lo que Sugihara llamó "espacio de nicho" origina lognormales canónicas. ¿Pero qué significa este reparto en términos naturales, biológicos? Ninguna respuesta parece del todo convincente... ¿Cómo lo interpretaríais vosotros? Por el momento, lo más parecido a un canon de proporciones en ecología permanece envuelto en un velo de misterio.

19 febrero 2013

2013: una odisea lepidóptera

Sobrevuelan los romeros, liban algunas flores, incluso en los días más fríos de febrero algunas pueden verse revoloteando a ras de suelo, como surgidas de la nada, pero sus alas desgastadas por el viento atestiguan que son sólo un eslabón más en la odisea que cada año lleva a su especie a emprender la más insólita de las migraciones.

El amanecer del viaje
En un planeta azul, perdido en la Vía Láctea, cada traslación alrededor de su estrella amarilla va acompañada de una oleada invisible de vida diminuta que viaja desde los trópicos hacia los polos, un viaje de ida y vuelta de unos 13.000 km realizado por seres tan débiles que no pueden desafiar la fuerza de los vientos que circundan la delgada atmósfera de ese mundo. Estos pequeños animales casi cosmopolitas inician su viaje en las tierras cálidas cercanas al ecuador, en donde se reproducen sin cesar, una generación tras otra, hasta ocho al cabo del año. Pero el latido estacional del planeta cambia cíclicamente la temperatura en las latitudes templadas, lo cual permite a estos seres colonizar territorios más al norte y más al sur del ecuador. Caen allá donde los arrastre el viento, y si encuentran clima favorable y recursos alimenticios entonces rápidamente se reproducen. Pueden poner hasta 500 huevos, y las larvas de la nueva generación, protegidas dentro de tiendas de seda, pronto crecen a costa de consumir apresuradamente la amplia variedad de vida fotosintética que pueden comer. Los adultos, nada más emerger, emprenderán su propio viaje, una etapa más hacia los polos dentro del periplo que sus progenitores habían iniciado. Esta odisea, pues, abarca varias generaciones.

Radar vertical entomológico (VLR) dirigido hacia el cielo de Chilbolton, Hampshire (Inglaterra)
De abril a junio de 2009, más de 11 millones de insectos del tamaño de una mariposa cardera (Vanessa cardui, ver fotografía) fueron detectados por el radar viajando hacia el norte a una altitud de entre 150 y 1.200 metros sobre el suelo. Su velocidad media respecto al suelo era de unos 50 km/h, lo que significa que las mariposas estaban volando a su velocidad típica, de unos 20 km/h, con viento a favor de aproximadamente 30 km/h a 300 metros de altitud. Estas observaciones coinciden en el tiempo con miles de avistamientos de carderas volando cerca del suelo por todo el oeste de Europa. Se piensa que los insectos detectados por el radar pertenecen a la primera generación de carderas nacidas a principios de la primavera en la región mediterránea. A su vez, esta generación mediterránea descendería de otra nacida en latitudes subtropicales durante el invierno.

Finlandia, y más allá del círculo polar
En pleno estío, la generación de carderas alcanza su apogeo en las tierras boreales de Europa. Estos descendientes de la generación primaveral que cruzó sobre Hampshire atestiguan cómo una especie tropical, a través de sucesivas generaciones, ha logrado aprovechar incluso los recursos que le ofrece el efímero verano de Escandinavia. ¿Y ahora qué? Más allá del círculo polar les espera la muerte, y más al sur las heladas del invierno europeo acabarían con todos estos viajeros. ¿Es este el final de su odisea, millones de insectos sucumbiendo al frío? Por supuesto que no. En agosto de 2009, los radares VLR de Kerava y Kumpula, en Finlandia, detectan el paso hacia el sur de las mariposas sobre tierra firme y mar, a entre 500 y 700 metros de altitud. La generación más norteña está regresando al territorio que abandonaron sus antepasados en primavera, y allí criarán, junto a sus parientes que no migraron al norte. Originarán a otra generación de carderas en septiembre-octubre, y a su vez estas mariposas tardías viajarán hacia el mediterráneo y el norte de África, en donde todavía tendrán tiempo de producir otra generación más, ya poco populosa, a las puertas mismas del invierno.
 
Seis generaciones y 60 grados de latitud después, las carderas habrán regresado al invierno tropical africano, a las tierras en donde nunca dejan de reproducirse. Como cada año de cada siglo, su odisea estará lista para volver a empezar.

Basado enteramente en Stefanescu et al. (2012) Multi-generational long distance migration of insects: studying the painted lady butterfly in the Western Palaearctic. Ecography 35: 1-14.

29 enero 2013

Capturad al mediano

Una jauría de lobos no se molesta en perseguir a un ratón por el mismo motivo que una comadreja no se lanza a cazar un venado: el esfuerzo no compensa. Porque un depredador no sobreviviría si se dedicase a malgastar sus fuerzas persiguiendo presas diminutas, que apenas le aportarán calorías, ni atacando a presas tan enormes que difícilmente podrá doblegarlas. Por eso la evolución ha ajustado con precisión las costumbres de los cazadores de manera que cada especie se dedica a presas dentro de una determinada gama de tallas, las que le rendirán buenos beneficios en términos de esfuerzo y resultado. ¿Qué significa esto para las presas? Que las pequeñas tendrán que preocuparse sobre todo de cazadores pequeños, y las grandes de los mayores predadores. En este esquema, las presas medianas son las más perjudicadas, porque interesan tanto a grandes como a pequeños cazadores. Así, los lobos cazan numerosos conejos, y a veces las comadrejas capturan gazapos. Justo en el tamaño del conejo (Oryctolagus cuniculus) coinciden los fulcros de multitud de palancas depredadoras del matorral mediterráneo. Su pariente, la liebre, también sufre los intereses de la mayoría de carnívoros y rapaces. Estando conejos y liebres en pleno punto de mira, ¿qué pueden hacer para sobrellevar a tanto depredador?

Los conejos han optado por la estrategia de sustituir sus bajas rápidamente, y para ello cuentan con una fecundidad proverbial. Prueba de ello son las frecuentes plagas de conejos tanto dentro como fuera de la región mediterránea, graves hasta tal punto que los antiguos habitantes de Mallorca pidieron ayuda incluso a las legiones romanas para que los librasen de una marea de conejos que arrasaba la isla. Por su parte, la liebre ha tomado otro camino, se ha tornado en maestra de la defensa en forma de huida, y la evolución ha llevado al límite su anatomía en aras de la velocidad y el quiebro. Así, la liebre europea (Lepus europaeus) alcanza 56 km/h en campo abierto, y su columna vertebral increíblemente flexible le otorga una portentosa capacidad para el regate. Sus músculos están especialmente preparados para los esfuerzos súbitos de la carrera, ya que contienen mucha mioglobina, una proteína que almacena oxígeno y tiñe de rojo oscuro la carne de liebre. Su corazón es enorme, representa el 1.8% del peso corporal, frente al 0.3% del conejo. Con la proporción de una liebre, el corazón de un hombre de 80 kg pesaría casi kilo y medio, unas cinco veces más de lo normal. Nuestra liebre ibérica (Lepus granatensis, ver dibujo), por supuesto, muestra adaptaciones muy similares a la europea.

Liebres y conejos ejemplifican las múltiples soluciones que puede dar la evolución ante un mismo problema. ¿Por qué esta divergencia? ¿Tal vez porque los conejos son más propensos a ser fecundos, por construir madrigueras donde crían a salvo? ¿Quizás la mayor vulnerabilidad de los lebratos hizo de la liebre la arcilla adecuada para que la evolución modelase a un velocista extremo? Sea cual sea la respuesta, la evolución de una de estas tácticas puede cambiar todo el ecosistema. Porque, si los conejos no fuesen tan prolíficos, seguramente no habrían evolucionado los grandes especialistas en su captura, es decir, el lince ibérico y el águila imperial, emblemas de la fauna ibérica. Los ancestros del conejo empezaron a excavar madrigueras para criar, ¿fue eso fue la primera ficha de dominó cuya caída se tradujo, al cabo de millones de años, en el origen de nuestro lince ibérico? Sería otro caso más en el que una mezcla de casualidad y ecología marcase el rumbo de la historia de la evolución.

Más sobre plagas de conejo en Species diversity in space and time, de Michael Rosenzweig (1995),

12 enero 2013

El invierno de los de antes


Un pececillo de cobre, posiblemente del género Machilis.
En las vastas soledades de hielo de la Antártida, más allá de un océano gélido, en los confines australes del planeta, el mayor animal terrestre que existe es... un mosquito. Belgica antarctica pertenece a un antiguo linaje que se separó de los demás mosquitos quironómidos hace unos 68 millones de años, al final de la era de los dinosaurios. A su vez, los mosquitos resultan ser el grupo más primitivo dentro del orden de los Dípteros (moscas y mosquitos). ¿Será casualidad esta conexión entre frío y antigüedad? Intentemos averiguarlo en esta entrada, y para eso empecemos fijándonos en qué clase de animales se aventuran a exponerse a los elementos durante estos días de escarcha y niebla en nuestro matorral mediterráneo.
 
Los más visibles de esos animales son las aves, que resisten muy bien el frío y las inclemencias gracias a su sangre caliente y a su plumaje impermeable. La mayoría de estas aves invernales son pequeños pájaros (Paseriformes), cuyo origen evolutivo es bastante reciente. Así que sumemos un punto en contra para la conexión frío-antigüedad. Pero, ¿qué hay de los invertebrados? Ahora llegan dos puntos para esa conexión, porque los únicos que a lo largo de estos años he alcanzado a descubrir mientras pululaban sobre el suelo de nuestro monte tras las heladas son algunos de los invertebrados de linaje más antiguo del paraje. Los menos escasos resultan ser los opiliones, esos zanquilargos arácnidos que se separaron los primeros de la estirpe que originó a los escorpiones y solífugos. Cuando asoma el sol y la escarcha se derrite, algunos diminutos opiliones, de varias especies, salen de entre las grietas de las rocas y pasean, majestuosos a su manera, sobre sus larguísimas patas, con un aire que siempre me recuerda a los trípodes de los marcianos en La Guerra de los Mundos. De igual manera se mueven los opiliones incluso sobre las nieves alpinas, en donde se cuentan entre los poquísimos invertebrados capaces de sobrevivir, un nuevo indicio de que están especialmente bien adaptados al frío. Junto a ellos, en nuestro monte puede corretear el otro protagonista del invierno de los invertebrados, el extrañísimo pececillo de cobre, miembro del orden más remoto de entre todos los insectos actuales, el de los Arqueognatos. Estos insectos primitivos, de aspecto rugoso y un tanto antediluviano, saltan como si fueran colémbolos, pero tienen tres colas al estilo de los pececillos de plata; comen detritus y prefieren vivir en sitios húmedos, muchos incluso en las orillas, como si todavía recordasen su origen a partir de crustáceos acuáticos.

 
En resumen, en lo más frío del invierno permanecen activos en nuestro monte un grupo de vertebrados más bien moderno y dos grupos de invertebrados muy antiguos. Sumemos a esto el caso del mosquito antártico, y ya tenemos un 1 a 3 a favor de la conexión frío-antigüedad. Por supuesto, con este resultado tan corto no se puede asegurar que esa conexión sea una norma en la naturaleza, pero queda abierta la posibilidad de que lo sea. ¿Y si lo fuese? ¿Por qué los grupos más antiguos de seres vivos habrían de ser más propicios a tener especies adaptadas al frío? Tal vez porque adaptarse al frío es de por sí difícil para cualquier organismo, pues las células se rompen cuando se congelan, atravesadas por agujas microscópicas de hielo. La evolución necesitará tiempo para dar con la solución a este problema, y lo hará a base de generaciones y generaciones "probando" diversas mutaciones. Cuanto más tiempo le demos, más fácil será que dé con la solución. Según esto, lo lógico sería que los organismos adaptados al frío surgieran precisamente en los linajes más antiguos, ya que la evolución ha tenido en ellos tiempo suficiente para producir las adaptaciones necesarias. Este proceso sería válido sobre todo en seres de sangre fría, como la mayoría de los invertebrados, ya que los animales de sangre caliente están de por sí mejor adaptados al clima frío. Por eso, quizás, los mamíferos del ártico, como el oso polar, son más bien modernos que antiguos: sus antepasados estaban preadaptados para que la evolución los moldease con más facilidad ajustándolos al frío polar. A falta de conclusiones definitivas, quedémonos con que el invierno hace de nuestra fauna de invertebrados una colección de especies más primitiva que nunca. O dicho de otro modo, de "los de antes" es el invierno.